En la editorial de Carlos Barral, en la Barcelona de 1970 se publica la polémica y caprichosa antología de Nueve novísimos poetas españoles, que incluía a Pedro Gimferrer, Leopoldo María Panero, José María Alvarez, Guillermo Carnero, Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión, Félix de Azúa, Vicente Molina Foix y Ana María Moix. En las antologías que siguieron a ésta se irían añadiendo otros nombres: Antonio Colinas, José Miguel Ullán, Jenaro Talens, Luis Alberto de Cuenca, Jaime Siles, Justo Jorge Padrón, Luis Antonio de Villena, Miguel D’Ors, José Luis García Martín y Abelardo Linares. Esta es la primera generación de poetas nacidos después de la guerra civil, que comienzan a escribir en una „sociedad de consumo“, que mantenía una estrecha formación católica tradicional, donde los niños se evadían a través de la lectura de tebeos, a la espera de quedar deslumbrados frente al cine americano, las primeras televisiones y los discos de jazz y pop-rock.
En 1970 la antología Nueve novísimos se presentaba a la sociedad española desafiando, rompiendo barreras y esgrimiendo nuevos estilos de escritura. En el prólogo José María Castellet decía claramente que su intención había sido manifestar la existencia de un nuevo tipo de poesía cuya tentativa era, precisamente, la de oponerse -o ignorar- a la poesía anterior. Por eso, los poetas allí presentados, reivindicarían todo lo que durante las útimas décadas se había rechazado: el decadentismo, el esteticismo, el lujoso léxico modernista, el estilo de la vanguardia, el malditismo... Sin duda, la propuesta novísima regeneró el ambiente literario español, trazó caminos y posibilidades, enseñó a escribir y a leer a muchos jóvenes poetas, a enfocar el acto de creación de forma distinta. Nueve novísimos sirvieron de ayuda y de estímulo a muchos jóvenes que entonces empezaban.
En las declaraciones que hacían, siempre polémicas, rebeldes, escépticas y distantes con respecto a la cultura española del momento, se mostraban muy interesados por la literatura de otros países. Defendían el individualismo y el irracionalismo, la modernidad, se sentían cercanos a las vanguardias, al surrealismo, a los escritores malditos y a los decadentes, amigos de celebrar a poetas de segunda fila, o a aquellos que sí habían sido relegados en la inmediata posguerra española. Les gustaba incorporar a sus poemas objetos de gusto kitsch o camp, un léxico suntuoso o muy tecnicista y referencias al cine, a la música y los cómics. Fascinados por la cultura francesa y anglosajona, se alejaban conscientemente de la realidad española que les rodeaba, haciendo que sus poemas dieran cabida, en largas enumeraciones, a referencias, glosas y citas en varios idiomas de pintores, directores y actores de cine y escritores de medio mundo. Las referencias culturales se acumulaban en los poemas indigestando la lectura, epatando al lector y alejando, en suma, al escaso público que se acercaba a la poesía de la época.
Veremos a poetas, importantes hoy y muy jóvenes entonces, alardeando de culturalismo y de contracultura al mismo tiempo; incluso los más culturalistas eran los que ofrecían las respuestas más contraculturales. Se trataba de crear una nueva realidad a través del poema, con sus citas, los silencios retóricos, los exotismos geográficos, los irracionalismos y las enumeraciones caóticas; se rendía culto a la palabra y lo de menos era el sentimiento del poeta, su más íntima visión del mundo, su interioridad. Al final, la identidad del poeta se perdía, se fragmentaba en la propia creación. Como decía Gimferrer: „No sabemos quién narra porque no sabemos quiénes somos... El narrador -eje firme e invariable del relato decimonónico- pierde espesor y consistencia, cede a la inseguridad y a las zonas de sombra..." (Radicalidades, Barcelona, 1978, p. 85). También Luis Alberto de Cuenca en la nota que precedía a su libro Scholia (Barcelona, 1978) indicaba: „glosar es hoy la única actividad creativa -en lo literario- que me parece honesta y divertida. La tan buscada originalidad es una fábula sin el menor sentido, torpe y vulgar“. Poco después, en una interesante semblanza sobre su generación, él mismo decía: „No nos apetecía escribir nada que no tuviera unos orígenes cultuales, librescos. La vivencia (esa horrible palabra) sólo venía después, a impedir que el plagio fuese perfecto“ (Poesía, nº 5-6 (1979-1980), pp. 245-251).
La crítica más conservadora acostumbrada a la estética realista y a la poesía de preocupación social, donde ésta se consideraba „un arma cargada de futuro“, de lenguaje sencillo, sin culturalismo y carente de imágenes surrealistas, reaccionó con sorpresa y algunos con las espadas en alto arremetieron contra la difícil poesía de unos jóvenes esteticistas que incluían en largas enumeraciones referencias a unos mundos culturales que ellos desconocían. La revista Insula (n° 288, 1970) publicaba un artículo de José Olivio Jiménez, „Nueva poesía española 60-70“, en el que, después de caracterizar de esteticista a la nueva generación, frente al eticismo de la anterior, terminaba diciendo que la antología era „un episodio más de la juerga intelectual barcelonesa“. En el número 51 de la revista Reseña en 1972, Jiménez Martos hacía un „Panorama del año poético“ y lanzaba una punzante alusión a los jóvenes Novísimos: „El cernudismo, un tanto atenuado (cernudismo blanco), así como la enseñanza de Pound y de su discípulo Eliot, junto con exquisiteces voluntariamente decadentistas, acaparan la orientación de algunos muy jóvenes poetas que, según se ha dicho y repetido quieren sustituir, han sustituido, la berza por el sándalo“. Pero hubo críticos que apoyaron la nueva estética que se defendía en Nueve novísimos. En la sección „Artes y Letras“ del diario Informaciones (12 de febrero de 1970), Carlos Bousoño escribía un artículo, titulado significativamente „Hoy ya no puede hacerse poesía social“, en el que defendía „la tendencia hacia la sorpresa y la irrealidad“ que caracterizaba la nueva poesía. El 14 de mayo, en el mismo periódico, Rafael Conte hablaba ya de la escuela veneciana, „desenfadada, brillante, escéptica y esteticista“, como de la encargada de „remover y conmover el pacífico y hermoso lago de la poesía española“ (nunca he sabido a qué hermoso lago se refería Conte).
No todo lo que ofrecían los Nueve Novísimos era novedad. La poesía lírica de nuestros días se ha caracterizado por un indagar constantemente en sí misma, en el acto de creación y en el lenguaje, por la meditación sobre el quehacer poético y sobre la escritura en general. La generación de poetas que precedió a los Novísimos ya había establecido las pautas de esta meditación. José Angel Valente, Jaime Gil de Biedma, Claudio Rodríguez, Angel González y Francisco Brines habían luchado por liberarse del compromiso ideológico, que tanto había mediatizado la poesía social, y se habían cobijado en la concepción de la poesía como medio de conocimiento de la realidad. En un principio los jóvenes Novísimos se apartaron de toda la poesía española que les precedía y podía identificarse con la poesía social y con el realismo. Pero con el tiempo, muchos de ellos cambiarían de actitud, empezando a reconocer los méritos de sus inmediatos antecesores. Tras los Nueve Novísimos podemos simplificar el panorama poético español en una serie de grupos, de tendencias estéticas, que han venido conviviendo desde los años 70 a los 90. Todas ellas heredan, a mi entender, gran parte de los temas y del estilo que se inauguraba a finales de los 60 en la poesía española, sólo a finales de los 80 se puede hablar de una tendencia estética con planteamientos distintos, que, además, será la que condicione la evolución de la poesía de los 90, invadiendo con éxito el mercado editorial y acaparando los premios. Esta es la que parece presentar cambios significativos con respecto a Nueve Novísimos y, por eso, me detendré más en ella.
La primera tendencia será la de los continuadores de la estética novísima, que ya en los 80 comienza su declive, y que afecta en especial a los que más defienden el decadentismo y el culturalismo. Serán los llamados posnovísimos de Luis Antonio de Villena. Sus temas versarán en torno a la juventud perdida, al cuerpo, la homosexualidad, el Mediterráneo como espacio de aventura y placer, el tono jubiloso o elegíaco para sus poemas, y los maestros Cavafis, Cernuda, Gil-Albert y Brines. La segunda tendencia será la que denominamos poesía de la reflexión, también llamada de la „poética del silencio“, cuyos poetas, bajo el magisterio de Paul Celan, María Zambrano y José Angel Valente se plantean la creación partiendo del axioma de que la experiencia poética es, como la mística, inefable, y la palabra un torpe instrumento, una imprescindible imperfección del silencio. Así para Jaime Siles o Andrés Sánchez Robayna, el poema se convierte en lugar para la reflexión sobre la creación poética, la metapoesía y la abstracción. La tercera tendencia viene a recuperar la tradición simbolista y surrealista, en algunos poetas confluye con los planteamientos de la poesía del silencio, y sigue, como las anteriores, muy ligada a la estética de la antología Nueve novísimos. Representativos de lo dicho serían algunos de los últimos libros de Pere Gimferrer, Jorge Urrutia, César Antonio Molina, Blanca Andreu, Ana Rosetti, Almudena Guzmán, Juan Carlos Suñen y Juan Carlos Mestre.
La cuarta y última tendencia poética es la que más se diferencia del discurso poético de los 60 y 70. A finales de los 80 se utiliza el término „poesía de la experiencia“ para denominar, en un principio, un estilo poético que tímidamente se alejaba de la estética novísima. Con el tiempo, ya finales de los 90, resultaría confuso y ambiguo seguir utilizando esta denominación (¿qué poesía no parte de la experiencia?) para la poesía de Diego Jesús Jiménez, Luis Alberto de Cuenca, Luis García Montero, Julio Martínez Mesanza o Juan Cobos. El término procede del libro de Robert Langbaum, The Poetry of Experience, dedicado a estudiar el monólogo dramático en la lírica inglesa. Shirley Mangini nos resume este concepto: „El monólogo dramático es un proceso mediente el cual la experiencia que el poema revela está contada por un observador, hablante o personaje que no es necesariamente el poeta. El poeta se encarga de dotar a su personaje de las cualidades necesarias para hacer que el poema le suceda“ (J. Gil de Biedma, Madrid, Júcar, 1980, pp. 72-73). Aunque éste es un concepto muy interesante que nos sirve para aclarar cuestiones que se nos plantean en esta poesía, y que la hacen diferente de las tendencias novísimas y venecianas, nosotros preferimos hablar de poesía de los 80 o de poesía de los 90. Ya se ha señalado repetidamente como característica de los Novísimos la falta que había en su poesía de datos personales y autobiográficos, la pérdida de la identidad en el acto de la creación poética y su reflejo en los versos. En la poesía de los 80 el poeta, por el contrario, comienza a utilizar materiales de su experiencia personal, y lo hace bajo primera persona o la segunda, dándole a ésta el uso que Bousoño ha denominado „tú testaferro“; de ahí que el poema se llene de datos biográficos, unos estarán documentados en la biografía del propio poeta, otros se incluirán en el poema por una de las máscaras biográficas ficticias, de las que hablaré más adelante. Frente a la ausencia de datos personales en la poesía novísima de los 70, los poetas coinciden al presentarnos un yo poético protagonizando con orgullo sus poemas. Parece que han decidido contarnos sus experiencias o sus reflexiones, darnos datos de su biografía personal o crear biografías ficticias en cada poema. Además, en los versos se dan cita otros personajes que también aportan nuevos datos sobre el poeta, su entorno social, sus gustos.
La primera gran diferencia, pues, que encontramos en los poetas de esta tendencia será el uso de la primera persona, la exhibición del yo poético, la investigación en los sentimientos, la vuelta a los „temas eternos“ y la tendencia a narrar desde esa primera persona los hechos cotidianos. Leyendo la poesía de Luis Alberto de Cuenca, Abelardo Linares, José Luis García Martín, Jon Juaristi, Miguel D’Ors y de los más jóvenes Luis García Montero, Felipe Benítez, Carlos Marzal, Pedro Casariego o Julio Martínez Mesanza, el lector percibe inmediatamente el profundo cambio en la relación del lector con el autor. El poeta fomenta una comunicación directa, busca la complicidad con el lector, trata de recuperarlo para la poesía, acercarse a él. Es decir, se trata de una poesía de alto contenido vital, donde el poeta atiende especialmente a su vida personal, donde cuenta lo que le pasa y dónde le pasa, no versando sobre sí mismo, sino más bien narrando pasajes, anécdotas de su vida y describiendo éstas, bien desde la primera persona, o la segunda, muchas veces sustituida por una máscara de sí mismo, o la evocación de un personaje histórico o de ficción. Hay que tener en cuenta, que el uso de un personaje en el monólogo dramático del que hablamos, de un personaje distinto del autor, no es contradictorio con su carácter autobiográfico: se puede tratar de una máscara que resalta mejor ciertas facetas del autor (García Posada habla de la „ficcionalización del yo“ en La nueva poesía (1975-1992), Barcelona, Crítica, 1996). La crítica (Enrique Molina Campos, Miguel García Posada, Jaime Siles, Miguel D´Ors, García Martín...) ha señalado otras características para esta poesía que citamos a continuación: 1) La relectura de la tradición cultural española: con especial atención a la generación de Angel González, Francisco Brines, Jaime Gil de Biedma, José Angel Valente. 2) La vuelta a los metros clásicos y a la rima. 3) La readaptación de la épica. Epicidad que se apoya en la fuerte presencia de elementos individualistas. 4) La introducción del humor, la ironía, la parodia. Y 5) La elección del espacio urbano y la temática urbana como fuentes de inspiración, como marco y como escenografía apropiada al desarrollo del acontecimiento poético.
Vamos a detenernos en esta última característica, pues me parece uno de los hallazgos más interesantes. En los 80 y los 90 se produce un profundo cambio en la concepción de la realidad y del poema como representación de esa realidad, en la configuración de los escenarios poéticos y en el papel que se concede el poeta, a sí mismo, en esos escenarios. Estamos viendo a través de los versos que los poetas mantienen una actitud cordial hacia la vida en general y que parecen abandonar las posturas rebeldes, traumáticas, distanciadoras y fetichistas de algunos novísimos. Los poetas quieren enlazar con la vida actual, entrar en la modernidad, sin que ello tenga ya que ver con actitudes contestatarias o vanguardistas. Vemos, además, un interés por relacionarse con la tradición cultural en la que han nacido y vivido, y recuperar o, al menos, no evitar, la herencia de la tradición poética menos social de la generación del medio siglo. Gran parte del éxito de los Novísimos en los 70 se debió a la facilidad que tuvieron para crear una gran escenografía literaria, artística, con elementos del teatro y del cine, que estaba en la mente de muchos jóvenes españoles ya a finales de los 60. En su poesía había todo un despliege de luces y sonidos (recordemos el poema „Muerte en Venecia“ de Gimferrer o la casi totalidad de su libro La muerte en Beverly Hills, los poemas sobre „El Dorado“,“Cantando bajo la lluvia“ o „Belle de Jour“ de José María Alvarez; los de Peter Pan, Blancanieves o „La caza del Snark“ de Panero, los de la Babilonia de Nino y Semíramis o el „Amor y la muerte en Calímaco de Cirene“ en Luis Alberto de Cuenca etc.) Escenarios mágníficos, de estética barroca, veneciana, „hollywoodesca“, del modernismo, del simbolismo y los prerrafaelitas, del mundo del comic, del jazz o del pop; escenarios todos ellos llenos de sugerentes imágenes, pero que dejaban fuera al lector, convirtiéndolo en un espectador pasivo, que poco entendía, pero se dejaba fascinar, por tanta parafernalia y artificio.
Esta será, a mi entender, una de las diferencias con la poesía que se está escribiendo en los últimos años. Mientras los novísimos no subían a los escenarios que ellos mismos habían creado, se mantenían distantes, espectadores, lejanos; los poetas en los 80 y los 90 especialmente, aunque mantienen muchos de esos escenarios (despojándoles de decadentismo, florituras y referencias culturales), se suben a ellos para participar, protagonizar, dirigir la representación. La diferencia estriba en que ahora el poeta, su „yo poético“, su ser en la ficción del poema, y los personajes por él creados, las máscaras, una y mil veces inventadas por la vida, viven en esos escenarios y, desde ahí, trasmiten a un lector cómplice e involucrado sus experiencias literarias, biográficas, reales o ficticias. La pasión será guía en el poema, pero sobre ella actuará la ironía, con sus sofisticadas técnicas de distanciamiento. Vemos con frecuencia que los poetas se desdoblan en distintos personajes, con distintas psicologías: son reyes, princesas, guerreros, policias, ligones, amas de casa aburridas, hombres deprimidos, arruinados, celosos y criminales. El poeta se desdobla, finge, o es él mismo, recuerda o inventa, y estos personajes llaman la atención del lector, consiguiendo su complicidad una vez más.
El poeta o los personajes por él creado hablan al lector, desde esos escenarios, de sí mismos, de sus sentimientos, sus amores, sus miedos, de los celos, de la generosidad y de la vileza, de la fidelidad y de la cobardía. También se cuentan las anécdotas del día, o las de los amigos, incluso los versos llegan a discurrir sobre las características y los modos de comportamiento de su sociedad, llegando a la reflexión sobre su significado y extrayendo lecciones de vida; la autoironía neutralizará, como he dicho, el posible patetismo de la expresión excesivamente intimista. La escenografía, si es que se modifica, lo hace especialmente en los adornos. La ciudad se muestra en sus aspectos urbanos más duros, más sombríos, hiperrealistas o expresionistas; las calles, los bares, los parkings subterráneos y el hombre vagando, paseando, perdiéndose o divirtiéndose en su ciudad, desplegando por ella sus sentimientos, dejando volar sus ensoñaciones o dejándose arrastrar por sus visiones.
Si el tratamiento del yo se volvía obsesivo, como dijimos, sólo se perderá en la ensoñación, durante el sueño, o en el espacio de la fantasía. Desaparece la imaginería surrealista o vanguardista de los 70, pero no la onírica. Se juega en ese espacio entre la vigilia y el sueño, la realidad y la fantasía, donde pueden incluirse todo tipo de elementos extraordinarios (marcianos, monstruos, cíclopes, caballeros medievales, fantasmas...) en una realidad aparentemente cotidiana. Y es que los datos pseudobiográficos que se incorporan al poema, las cosas que le suceden al yo poético, proceden de diferentes realidades, y nadie, ni el lector, ni el poeta harán distinciones entre ellas. Este aspecto, que suele olvidar la crítica, me ha llamado la atención, pues veo con frecuencia cómo algunos poetas de esta última generación tienden a crear espacios irreales, soñados o fantásticos a partir de la realidad cotidiana. Esto se manifiesta de distintas maneras: por un lado, habrá poemas donde esos nuevos mundos creados por el poema se consigan con la simple mitificación de la realidad cotidiana; por otro lado, los habrá como resultado de la desmitificación absoluta de esa misma realidad cotidiana. Así mismo, también encontraremos poemas fundados sobre anécdotas, hechos cotidianos o circunstancias culturales ocurridas en tiempos lejanos, situados en la antigüedad clásica, el mundo medieval, el romanticismo o los Años Veinte, pero el poeta se encargará siempre con habilidad de incorporalos a nuestro tiempo, jugando incluso con los anacronismos.
Así que, cuando hablamos del tratamiento diferente de la realidad en la poesía de las dos últimas décadas, sea porque ésta sufre un proceso de mitificación de o desmitificación, es porque creemos que el poeta juega con una realidad que él mismo falsifica, pues la realidad tal cual, no parece ser vista poéticamente, no parece ser valorada ni estética ni éticamente. La falta de estructuración de esa realidad hace, pues, innecesarias las verdaderas experiencias, éstas no tienen que ocurrir para que surja el poema. La realidad se falsea previamente al acto de creación poética, el poeta elige desde la subjetividad el valor poético que quiere resaltar, lo mitifica o lo desmitifica, y al final el poema sólo presenta una pseudo realidad. Lo que se consigue es crear una atmósfera de irrealidad ante un lector espectador, cómplice. El lector queda atrapado entre los ambientes conocidos y la claridad de la narración; el hechizo se produce sin sobresaltos. (Podemos encontrar un cíclope en la Casa de Campo, tener una ameba con pseudópodos en nuestro bolsillo, hablar con un extraterrestre, o conocer a Ulises en una fiesta.) Estamos hablando de una poesía que busca temas inquietantes y turbadores en los que el poeta pueda dar rienda suelta a sus fantasías, hiperbolizando aquellos aspectos de la realidad cotidiana que le parezcan más atractivos, destacando los rasgos más humanos, bien para ridiculizarlos, bien para ensalzarlos, pero dejando siempre un espacio de ironía o de humor entre el poema y el lector. En cualquier caso, esas nuevas realidades de las que nos hablan los poemas se presentarán de manera ordenada e inteligible, nada deberá interrumpir la comunicación con el lector, pues se busca al lector, se le quiere hacer cómplice y partícipe del mundo inventado en el poema. La comunicación con el lector sigue siendo, como dijimos, uno de los objetivos primordiales, pues el poeta tiene la seguridad de que no es ningún demérito artístico el que un poema „se entienda“.
En esta poesía se trata de recobrar las cosas cotidanas, los objetos y los seres queridos, procurando que no pierdan su ser real, aceptando su condición objetiva; por eso vemos cómo se revaloriza la importancia del lugar donde se vive, de la provincia, de la ciudad, la calle, los bares. Al poeta le gusta nombrar los lugares por los que pasa, aproximarlos al lector, para que éste participe de su historia, sea ésta una historia fingida o real. Parece, como señala Francismo Rico, que los poemas están ganando en „sustancia narrativa, cotidianidad, lenguaje coloquial, humor, en tanto las novelas crecen en intimidad, afectos, rumbos meditativos...“ (Francisco Rico, „De hoy para mañana: la literatura de la libertad“ El País, 9-10-1991, p. 4.). El esquema para producir el poema está conseguido, el éxito por el momento también, la realidad se impone una vez más en la literatura, la anécdota vivida o fingida es narrada poéticamente, con claridad y cuidado formal. Es la eterna anécdota que expresa y comunica al lector el dolor y la alegría cotidianas, y que funciona muy bién en el cine y en la novela contemporáneas, pero en poesía la narración de anécdotas no debe ahogar el poema, donde por encima de todo debe quedar libre el camino hacia la imaginación, las sugerencias y las emociones.
Publicado originalmente en la revista electrónica "MATICES": (http://www.matices.de/)
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