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domingo, 26 de septiembre de 2010

LECTURA DEL SONETO “DE SAN LORENZO DEL REAL DEL ESCURIAL” COMO POÉTICA DE LA OBRA DE GÓNGORA por ANDRÉS MORALES


La poesía de don Luis de Góngora ha sufrido miles de interpretaciones que se arrogan el poder de ser las definitivas o las que, al menos, abren los ojos hacia una nueva forma de entender su poesía. Estas líneas que aquí escribo están lejos de buscar esa necia presunción y, fundamentalmente, apuntan a ver, más que develar, desde la óptica de un poeta y de quien, para bien o para mal, ha enseñado a este autor con devoción irrenunciable.
Desde esta perspectiva el soneto “De San Lorenzo del Real del Escurial” puede ser entendido como una poética extraordinaria donde se unen el portento de la palabra con el portento de la piedra: la poesía y la arquitectura, “el ruiseñor sobre la piedra” en palabras de Luis Cernuda. Aunque puede resultar un tanto impositivo y hasta azaroso interpretar este texto como una “poética”, la lectura del mismo permite vislumbrar algunos aspectos que coinciden con las intenciones del autor (retratadas palmariamente en sus sonetos, en el “Polifemo” y en “Soledades”) y que, desde quien se acerca a la complejidad de su obra, puede no sólo entregar pistas sobre las particularidades de su escritura, sino también de la época en que Góngora compuso el poema.
Escrito entre los años 1588 y 1597, este soneto ha de señalarse como uno de los más significativos en cuanto a que reúne en potencia todas aquellas características de estilo que luego desarrollará en las “Soledades” y en su “Polifemo”. Tal como afirman Biruté Ciplijauskaité y Alfredo Carballo Picazo en sus estudios sobre los sonetos del autor (1) , Góngora trabaja progresivamente en esta forma italiana los recursos, alusiones, variantes y tópicos de manera que luego, al aparecer sus obras monumentales –tan incomprendidas en su tiempo como en los años sucesivos- ya ha experimentado a fondo los procedimientos y, aún más, ya ha enunciado con múltiples ejemplos las particularidades que tanto extrañarían a sus lectores y críticos. De esta forma, y en concordancia con los autores citados, es que se realza la idea de este soneto (y otros que podrían agregarse) como espacio generador del culteranismo y, en este caso en particular, como ejemplo de una posible “arte poética” donde Góngora argumenta la dificultad del oficio y su esperanza en la sobrevivencia de tan extraordinaria empresa.
Es indispensable transcribir el breve texto para realizar una interpretación del mismo en la idea de éste como portador de un “manifiesto”, avant la lettre (2), de su poesía.



De San Lorenzo el Real del Escurial (1609)



Sacros, altos, dorados capiteles,
que a las nubes borráis sus arreboles
Febo os teme por más lucientes soles
y el cielo por gigantes más crüeles.

Depón tus rayos, Júpiter, no celes
los tuyos, Sol; de un templo son faroles
que al mayor mártir de los españoles
erigió el mayor rey de los fieles.

Religiosa grandeza del Monarca
cuya diestra real al Nuevo Mundo
abrevia y el Oriente se le humilla.

Perdone el tiempo, lisonjee la Parca
la beldad desta Octava Maravilla,
los años deste Salomón Segundo.


Sorprenderá al lector, posiblemente, que un texto tan “claro”, dentro de la obra del autor, pueda considerarse como ejemplo de una discutible poética. Y es precisamente ésta una de las claves para realizar una lectura que trascienda la pura reproducción, a través de las palabras, de una imagen portentosa del famoso monasterio y palacio castellano. Don Luis de Góngora entrega en un poderoso símil una idea de su obra como un retrato del magno edificio de Felipe II. Establece un paralelismo entre su propia escritura y la obra construida en 1563 –a dos años del nacimiento del poeta- por el gran arquitecto Juan Bautista de Toledo y continuada por Juan de Herrera. Para los puristas y conservadores a ultranza puede, tal vez, sonar a herejía la idea de considerar a un poeta barroco como un verdadero “vanguardista” que construye una poesía hermética, plástica y deslumbrante y que, al mismo tiempo, al igual que los poetas de principios del siglo veinte, establece las coordenadas de su obra en aras de proponer una estética particular donde no caben las concesiones a los lectores ni los facilismos propios de quien quizá se pliega a otros en vez de abrir nuevos senderos hacia la elaboración de una idea del arte poética como algo distinto y verdaderamente original. A riesgo de parecer trasgresor, a mi juicio este poema entrega más de alguna luz hacia la comprensión de una poesía tantas veces denostada, incomprendida o evitada por la crítica y por detractores que más que oponerse a una obra delataban una incapacidad de comprensión de un proyecto de semejante naturaleza.
Desde el mismo tema del poema vemos que Góngora tratará sobre un asunto de proporciones extraordinarias y fuente de asombro de su época: El Escorial. Poema en piedra para algunos, como se ha citado a Cernuda, el Monasterio reúne el espíritu de una España en uno de sus momentos más importantes en la historia. Se trata de un monasterio, de un templo, de un panteón real, de un palacio, centro del gobierno y de un colegio y una biblioteca gigantesca. Así, la fe, la cultura y el poder se encarnan en la parrilla del tormento de San Lorenzo (por quien se levanta el edificio en conmemoración del triunfo en la batalla de San Quintín acaecida el día del santo en 1557). La España del sacrificio y de la austeridad, pero no por eso menos impresionante, victoriosa y magnífica. El objeto elegido por el autor es, a todas luces, el centro de una España que ya va entonando su “canto del cisne” para entregar su poderío a otras naciones europeas; aún así, el esplendor y la música concorde de una arquitectura prodigiosa refleja el alma de un estado que reflexiona (la biblioteca, el colegio), reza (el monasterio, el panteón, la iglesia) y actúa (el palacio). Sin duda alguna esa es la misma vocación del poeta que tomará los votos religiosos en 1618; que será uno de los intelectos más brillantes de su época y que, en su poesía, actuará proponiendo una nueva forma de escritura y una nueva manera de entender su arte. Los muros de El Escorial serán el reflejo de la voluntad de Góngora quien verá en éstos una conjunción perfecta de sus intereses y de su proyecto escritural.
De esta forma, los cuatro primeros versos del soneto alabarán la incomparable hermosura del edificio, pero al mismo tiempo serán una reflexión sobre la luz y oscuridad del poema. “Sacros, altos dorados capiteles/que a las nubes borráis sus arreboles”, lo que propone una obra que se alza irguiéndose hacia el cielo borrando el dorado de las nubes por su propio reflejo y luminosidad, a quien “Febo os teme por más lucientes soles”. El gris de la piedra castellana no pareciera dorar el cielo, se trata de una hipérbole, qué duda cabe, pero este poeta, “príncipe de la luz”, tantas veces encarado por oscuro parece dar a entender que la arquitectura del poema está construida por la luz (símbolo del conocimiento, de la fe) que desafía al mitológico Febo y que asusta a “los gigantes más crüeles” (¿una alusión a sus enemigos literarios?), es decir a aquellos que no logran dimensionar la belleza del arte como un gesto de grandeza donde todos los recursos disponibles están al servicio de una expresión de alto vuelo y donde los límites no pueden definirse. ¿No son acaso la “Fábula de Polifemo y Galatea” y las “Soledades”, altos, dorados capiteles que a más de alguno causaron desconcierto? El poeta no teme a las alturas y levanta, como Juan de Herrera, un monumento de palabras que revolucionará la poesía de su época. La apuesta será de una extraordinaria magnitud así como el riesgo que correrá y que tan caro le costaría a los ojos de un Francisco de Quevedo, otro notabilísimo “monstruo” de esos años del Barroco y a la consideración de otros autores menos ilustrados.
La segunda estrofa del soneto apunta a la magnitud y posicionamiento de la obra. Tanto El Escorial como la escritura poética merecen la piedad de los dioses y de la naturaleza (“Depón tus rayos Júpiter, no celes/los tuyos, Sol;” aunque, al mismo tiempo el astro solar, ante la grandeza, pareciera ser menos potente que los reflejos del arte, de la arquitectura, de la poesía (“de un templo son faroles”). Tal es la proposición del artista, tal es la necesidad de verla no sólo reconocida sino situada en propiedad en el ámbito de la naturaleza y de la historia. Los versos siguientes (“que al mayor mártir de los españoles/erigió el mayor rey de los fieles”) establecen la situación de la obra entre la fe y el poder (asunto tan común en el período), entre el santo y el rey, personajes humanos a los cuales el poeta rinde tributo y frente a los que se inclina (a diferencia de Febo y Júpiter) no sólo como muestra de respeto, sino también como señal de fidelidad a la fe católica. Ambos, San Lorenzo y Felipe II son las coordenadas del artista de la época, son los límites, las orillas por donde ha de circular el río de la creación con el debido cuidado a no desbordarse ni por un momento o mínimo extravío. El terceto siguiente reafirma la idea del esplendor de la monarquía y despliega un sendo homenaje al rey fallecido en 1598 donde “Religiosa grandeza del Monarca/cuya diestra real al Nuevo Mundo/abrevia y el Oriente se le humilla”. Más que un guiño al poder, el poeta intenta situar su obra, una vez más, al lado del poder terreno y de la grandeza y esplendor de una España que fue y que ya no es. Quizás, como en la poesía de Quevedo, una idea nostálgica por tiempos mejores donde el futuro aparecía más luminoso y esperanzador: una leve pincelada de amargo recuerdo donde el poeta no ceja en su elegía pero deja entrever su tristeza.
El terceto final reafirma la idea central del poema y retoma la temática de la primera estrofa. La obra de arte no sólo desafía a quien la enfrenta, la asume, la recibe, sino que debe perpetuarse, debe mantenerse y debe quedar como testimonio de aquella grandeza que pasa. Es menester del espectador, del lector otorgarle el valor que merece y enfrentar a las parcas, al destino, al olvido anteponiendo su sabiduría y su sensibilidad para dimensionar la estatura y trascendencia de la obra de arte: “Perdone el tiempo, lisonjee la Parca/la beldad desta Octava Maravilla,/los años deste Salomón Segundo”. El monasterio es visto como el templo de Jerusalén, así como el rey de los españoles como el sabio rey de Israel. La obra de arte entonces entronca con la historia, el conocimiento y la magnificencia del estado. Es comparable a la bíblica construcción que se venera como testimonio religioso y de la sabiduría. Es posible que Góngora aspire entonces a que su poesía pueda instalarse ya no sólo entre el poder divino y el poder humano, sino como instrumento de éstos y, mucho más que eso, como prodigio de la imaginación que logra soslayar el poder del tiempo y de la muerte. La soberbia que puede desprenderse del verso “la beldad desta Octava Maravilla” entrega una visión del poeta (y del arquitecto) como un artista orgulloso de su obra. Es el creador (como en “Las Meninas” de Velásquez) que observa al público desde su propia composición. Más que soberbia es posible identificar una particular estrategia que antepone, tal vez, el arte al poder: Esta es mi obra, este soy yo, pero consciente de mis errores y aciertos. Una tensión más que subraya la condición barroca del poeta y que agrega un elemento convincente para la justa valoración, a lo largo de los años, de la obra poética.
Finalmente, es indispensable señalar que el soneto cumple a cabalidad con la condición que he supuesto en la hipótesis de lectura: el objetivo del poeta es situarse y situar su obra en el contexto de una época desarrollando algunas ideas sobre el arte y sobre la tan peligrosa especulación en torno a la idea de la continuidad del poema en el tiempo. Asunto visitado y revisitado no sólo por don Luis de Góngora y otros poetas barrocos, sino también por todos aquellos que nos adentramos en los extraños laberintos de la escritura poética que, como siempre, puede entregar un extraordinario número de interpretaciones, dudas y preguntas a quien se enfrenta a tan complejo prodigio.


Santiago de Chile, octubre-noviembre de 2003


Notas:

1. En Rico, Francisco, 1983.

2.  Me refiero a la idea de un poeta que reflexiona, como hicieran los artistas de vanguardia, mucho antes que cualquiera, en un poema, sobre las condiciones y características de su obra.


 
Bibliografía:

1. Alonso, Dámaso. Estudios y ensayos gongorinos. Madrid. Gredos. 1960.

2. Carreira, Antonio. Introducción a Luis de Góngora, Antología Poética. Madrid, Castalia, 1986

3. Ciplijauskaité, Biruté y Carballo Picazo, Alfredo. Los sonetos y un soneto: “Mientras por Competir con tu cabello”. en Rico, Francisco. Historia y Crítica de la Literatura Española. Madrid. Crítica. 1983

4. Egido, Aurora. Góngora en Rico, Francisco. Historia y Crítica de la Literatura Española. Madrid. Crítica. 1983.

5. Góngora, Luis de. Antología Poética. Madrid. Castalia, 1986.

6. Góngora, Luis de. Antología. Santiago de Chile. Universitaria, 1961.

7. Galaz, Alicia. Prólogo a Antología de Luis de Góngora y Argote. Santiago de Chile. Universitaria. 1961.

8. Rico, Francisco. Historia y Crítica de la Literatura Española. Vol. III. Madrid. Crítica, 1983.

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