Hace algunos años en
las “Jornadas de Literatura Española en Homenaje a los 400 años de El Quijote” celebradas en la Facultad de
Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, realicé una propuesta de
lectura titulada “Miguel de Cervantes, poeta en El Quijote”. En esas páginas más que defender su obra (lo que me
parece totalmente inútil e improcedente) valoraba la poesía de Cervantes que
tantos, en su época y en tiempos posteriores -que se extienden hasta el día de
hoy- denostaron como mediocre o muy menor frente a sus magníficas Novelas ejemplares, al inigualable Quijote y otras muchas obras. Hoy, con
toda justicia y reiterando esa antigua percepción, mi intención es renovar la
idea de Cervantes como un poeta de gran valía y para eso quiero reseñar dos
miradas de otros grandes poetas que aún me parecen sumamente actuales de la
llamada “Generación del 27 o del 25” también denominado “Grupo poético del 27”:
voces más que autorizadas, primero en la poesía y luego en el ensayo, y me
refiero a Luis Cernuda (Sevilla, 1902 – México, 1963) y Pedro Salinas (Madrid,
1891 – Boston, 1951), dos autores que hoy, por fin, son revalorados por la
crítica académica y releídos con fruición por los nuevos lectores de
Hispanoamérica y Europa.
Entre
los varios textos que Salinas escribió sobre Cervantes quiero destacar sobre
todo uno, “El polvo y los nombres”[1].
Refiriéndose al episodio aquel de los rebaños tomados por ejércitos, Salinas
afirma que don Miguel consigue un verdadero poema (tanto temáticamente como
desde el punto de vista de la atmósfera y el tono) que lo asocia a los campos
castellanos: el polvo. Incluso afirma el poeta del 27 que “el polvo llega a
suma significación poética”[2]
y agrego yo, ¿acaso no es justamente esa imagen del polvo (“amarillo y maldito”
a decir de otro grande de la poesía española, León Felipe) una de las improntas
más certeras de la España rural, de la España del subdesarrollo (que es la
España por donde transita el Hidalgo con muy escasas excepciones). ¿No es una
imagen potente de una península ibérica empobrecida, plena de injusticia, donde
las ventas son miserables, los personajes grotescos, los caballeros sólo un
recuerdo y donde el pueblo sobrevive entre la ignorancia y el hambre?
Evidentemente
la nube de polvo que ve don Quijote en este fragmento es un espacio fantasioso
que promete aventuras pero que, a la vez, confunde los sentidos… Ese “juego de
los sentidos” que esboza Pedro Salinas y que él asemeja a la niebla es el campo
inexplorado y el desafío de la poesía. La mayoría de las veces el poeta sólo ve
una mancha, percibe un olor, un sabor, etc., se cuestiona el futuro de lo que
escribe y escribirá. Don Quijote, sin ser un poeta en el sentido estricto de la
palabra está instalado en esa misma posición, en ese trance oscuro y
ambivalente que es el de la palabra poética. Hermosa intuición la de Salinas,
pero cierta en lo que a un poeta le incumbe y le preocupa verdaderamente. Cito
a Salinas:
“(…) Carlyle
tiene dicho que toda la poesía es poner nombres. Don Quijote, pues, se halla
ahora, en trance de poeta. Va a poetizar, a crear algo por medio del verbo
inspirado (…)”[3]
Pero he aquí un
detalle que no se puede dejar pasar. Don Quijote, como un verdadero Adán (y
también me refiero a la llamada “poesía adánica” cultivada desde la antigüedad
hasta Pablo Neruda), va a renombrar y va a nombrar las cosas. Una facultad
poética que cruzará todo el libro en ambos tomos. Los bacines son yelmos, los
molinos, monstruos, las aldeanas son princesas. La fantasía volátil del
personaje hace que todo lo real sea materia de la poesía, que cada cosa se
reordene en su mente para transformarse en algo mágico pero, más que eso, en
una enumeración poética que, visto desde esta perspectiva haría de toda esta gran novela otra gran obra poética[4]
que se podría denominar “encubierta”, es decir, un gran “poema soterrado”
(lírico, épico, dramático, en el mejor sentido de la palabra) que podría
detener a aquellos críticos soberbios que sólo quieren ver la exquisita narratividad
y el genio novelístico en Cervantes. Y no sólo me refiero a la capacidad
cervantina de aunar o aglutinar géneros, sino a la de plasmar un arte
escritural doble o triple incluso –si
agregamos su teatro-. Este
descubrimiento no es mío, es la
iluminación que Pedro Salinas me insta a resituar como una lectura actual y,
por qué no decirlo, como una relectura de esta novela única. Propongo continuar
este filón de investigación que puede dar muchos más frutos de los esperados. Por
supuesto no quiero dejar pasar el hecho que toda gran novela puede leerse como
un gran poema, pero en este preciso
caso, me parece que la capacidad de estructuración, la conciencia creativa y el
uso del lenguaje hace de Cervantes ese poeta lírico que él mismo, desilusionado
y hasta avergonzado no quiere ver(se).
Finalizo
estas palabras desde Salinas con una breve cita que subraya el concepto del
género lírico que trasunta este episodio y otros de la novela:
“(…) Y
este mundo a su hechura y semejanza le llama; no desoirá la misteriosa
voz[5]
(…) Don Quijote quiere hacerse uno con su creación (…)”.[6]
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El
caso de Luis Cernuda, otro de los grandes del ’27, es el de un autor que no se
resta en lo absoluto en ver con meridiana claridad a Miguel de Cervantes como
un autor lírico. Su ensayo de 1962, “Cervantes, poeta”[7],
es coincidente también con las apreciaciones de Salinas al observar la
dimensión poética del autor de El Quijote.
Aquí la idea maestra es la de un poeta que lee a otro poeta (un tipo de lectura
que valida, agranda, actualiza y acerca a cualquier escritor a su lector;
lectura muchas veces menoscabada por los supuestos “intereses creados” que
podrían existir hacia “el maestro” o “el mentor” que propicia acto semejante y
que, desde luego se aleja de la tradicional lectura académica que muchas veces
sólo se vuelve entrópica y autorreferente).
Desde
un principio Cernuda defiende a Cervantes como un autor de fuste poético,
entendiendo con esto sus naturales diferencias[8]
con Lope de Vega, Francisco de Quevedo o Luis de Góngora y enmarcándolo con indudable certeza entre los
grandes líricos de su época. Al igual que Salinas, Luis Cernuda apunta a
mencionar que la verdadera poesía no sólo se encuentra encerrada (o, en ocasiones
“enterrada”) en los sonetos, los romances o las letrillas, por el contrario, la
poesía (y no se refiere a ésta como la poiesis en el sentido de creación) puede
encontrarse en las novelas, en los dramas o en las comedias y en cualquier
género literario que de ese “salto mortal” hacia la apropiación del mundo desde
lo lírico[9].
Como muestra excepcional en todo el amplio sentido, menciona un texto que se
encuentra en el drama El cerco de
Numancia (también llamada La
destrucción de Numancia, circa, 1585) y que descubriera, en los años de la
guerra civil española, en sus lecturas de mocedad, el entonces joven poeta del ’27.
Se trata del personaje de la voz de España que dice:
“Alto, sereno y
espacioso cielo,
Que con tus
influencias enriqueces
La parte que es
mayor de este mi suelo
Y sobre muchos otros
le engrandeces;
Muévate a compasión
mi amargo duelo.
Y, pues al afligido
favoreces,
Favoréceme a mí en
ansia tamaña
Que soy la sola y
desdichada España.
(…)”
¿Este
pequeño fragmento (se trata de un parlamento intensísimo y mucho más extenso),
no puede considerarse como de lo mejor de la poesía de los Siglos de Oro? ¿Cuál
es la diferencia con el profundo Quevedo o el Góngora deslumbrante? Tampoco
puede decirse que es un plagio de los poetas anteriormente nombrados o de Lope
de Vega, por el contrario, se trata del mismísimo Cervantes en su trance más
lírico. Cernuda menciona la miopía de los críticos anteriores a su generación
como Menéndez y Pelayo quienes sólo leen aquello que se encuentra “etiquetado”
bajo el precepto de “lo lírico” y marginan piezas de incalculable valor para la
literatura española. Es cierto que se han realizado algunos esfuerzos por
enmendar ese torcido rumbo, pero, ya como un maduro profesor y, creo, un buen lector
de la poesía que soy, ¿acaso no habría que recomponer algunas antologías, o más
que recomponer, editar nuevas antologías con estas obras postergadas y con
muchos poetas postergados? (recuerdo el esfuerzo del dramaturgo y ensayista
José Ricardo Morales en los lejanos años cuarenta, en Chile, quién recopiló y
editó su bellísima colección “La fuente escondida” donde reúne a poetas
prácticamente olvidados del renacimiento y del barroco español). El tedio de la
repetición en las grandes voces inevitables y, por cierto, extraordinarias
hacen que poetas como el propio Miguel de Cervantes sean “arrinconados” en los
anaqueles de una biblioteca imaginaria que más que universal es invidente y más
que acogedora es excluyente…
Pero volviendo al
tema de este escrito, me gustaría subrayar algo que excede a Pedro Salinas y a Luis
Cernuda en su personal visión de Cervantes. Se trata de la mirada con que el
grupo de 1927, casi sin excepciones, vio al autor de El Quijote y su relación con la poesía. Y no pienso en un acto de
recuperación o de reivindicación, sino de justicia. Por todos es sabido la
filiación gongorina de estos poetas (léase a Rafael Alberti, a Federico García
Lorca, a Dámaso Alonso, a Gerardo Diego, etc.) pero también existe una
relectura de Quevedo, de Lope, de Calderón y de casi todos los autores de los
siglos XVI y XVII. Esto nos habla de un principio elemental pero al mismo
tiempo, al parecer, hoy olvidado: el
diálogo con los clásicos. Como siempre se ha dicho, “no existe vanguardia
sin tradición”, pero también, no existe una poesía fresca, nueva, renovadora si
no entendemos que los clásicos españoles (los orígenes) son tan
hispanoamericanos como los autores de nuestro continente pueden ser
considerados españoles. Compartimos una lengua común, pero compartimos también
una tradición común. Tan chileno es Cervantes como Neruda español. Las
hegemonías literarias han muerto o agonizan –Dios mediante- y no sólo por la
culpa de aquella tramposa idea de la globalización, sino porque los verdaderos
lectores y autores entienden que su pertenencia es a un mundo y a una cultura
común (como al mismo tiempo diversa) que nos permite asomarnos a infinitas
posibilidades reflexivas y escriturales. Tal vez, ese es uno de los aspectos
más positivos de este complejo siglo que comienza. Tal vez, esa es la esperanza
que un Salinas, un Cernuda o un Cervantes nos permiten otear e intuir desde cualquiera de los rincones de
este mundo tantas veces sentido y pensado como “ancho y ajeno”.
Santiago de Chile, julio de 2015
[1] Recogida en el número
especial “Suplementos, Monografías temáticas” de la prestigiosa revista
“Anthropos” titulado “Miguel de Cervantes y los escritores del 27”. Madrid,
julio-agosto de 1989. (Edición de Ana Rodríguez Fischer, pp. 124-130).
[2] Vid., p. 124.
[3] Op. Cit., p.125.
[4] Y no me refiero a un
“concepto de poética” en el sentido teórico, sino a lo que se entiende
simplemente por género lírico.
[5] ¿Y que otra cosa es esa
“misteriosa voz” sino la propia poesía?
[6] Op. Cit., p.129.
[7] Texto antologado por
Jesús García Sánchez en su hermoso libro La
generación del 27 visita a Don Quijote. Visor Libros, Biblioteca
Cervantina. Madrid, 2005
[8] Y no se refiere
necesariamente a la calidad poética de don Miguel, sino a las discrepancias
propias y naturales que pueden existir entre diferentes autores.
[9] Y, a propósito dice
Cernuda; “(…) este trozo, por definición genérica es poesía dramática, no
lírica. Este prejuicio genérico, ¿cuánto daño no ha hecho a Calderón, a Lope
mismo (cuya poesía mejor es dramática, no lírica) y al propio Cervantes? (…)”.
Op. Cit., p.240.
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